¿Respira, quién en el umbral?

Fiction & Literature, Poetry, Literary
Cover of the book ¿Respira, quién en el umbral? by Hernán Zamora, Hernán Zamora
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Author: Hernán Zamora ISBN: 9781370401826
Publisher: Hernán Zamora Publication: April 12, 2017
Imprint: Smashwords Edition Language: Spanish
Author: Hernán Zamora
ISBN: 9781370401826
Publisher: Hernán Zamora
Publication: April 12, 2017
Imprint: Smashwords Edition
Language: Spanish

«El nombre autoriza el Yo pero no lo justifica», escribió Edmond Jabés en su libro titulado Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato (Galaxia Gutenberg, 2002). ¿Quién es ese Yo que persiste en ser reconocido tal como es, que insiste en hacerse presente en nuestra soledad? «Ser uno mismo es estar solo –escribió también el autor del Libro de la hospitalidad–. Acostumbrarse a esta soledad. Crecer, actuar dentro de sus naturales contradicciones. «Yo» no es el otro. Es «Yo». Ahondar en este «Yo»: es esta la tarea que nos incumbe.»

Sin embargo, hay instantes en el que un «Yo» no se reconoce. No pocos instantes en los que cabe decir: “¿cómo es posible que esté sintiendo, pensando o haciendo, tal o cual cosa?” Momentos en los que nos reconocemos extranjeros de nosotros mismos y deviene, dentro del quién que nos refugia, la imagen del monstruo: ser espectacular que se muestra ante nosotros, ajeno y extraño, con quien o con el cual parece imposible conversación alguna. Es un «aquel que viene hacia nosotros» desde la conciencia de estar ante «aquellos seres» a los que se refiere el monstruo creado por el doctor Frankenstein.

¿Quién es el monstruo ahí, en ese tajo del libro de Shelley?: ¿él, que anhela pertenecer a este mundo?, ¿el doctor, que intenta crear el mundo a su semejanza y a quien el monstruo obliga a escucharle?, ¿o «aquellos seres» que en la cabaña se aman a través del lenguaje?

La primera persona en un monstruo es nadie. La segunda persona siempre será acusada de ser espejo y contradicción; angustia de soledad; creador y reunión a la vez. La tercera persona es «el otro» que siempre vemos desde lejos, desde buen resguardo. Es presencia permanente, acechante, amenazante, provenida y con quien, qué duda cabe, no es posible aviar intimidad, según Pessoa. El monstruo es siempre un «él», una «ella» o un «ellos», impronunciable, temido. Aquél de quien sólo se puede hablar en ausencia, hecho lejura; porque su presencia, para bien o para mal, nos aniquila.

Si bien estas páginas nacen de una mirada reflexiva, cuestionadora y detractora del «Yo» que cualquiera de nosotros puede ser, se complementa cuando en medio de un mundo reconoce el monstruo de «los otros yo» que son y se refleja en ellos, o ve el reflejo de ellos en sí. «Yo soy» el monstruo que todos, alrededor de ti o de mí, han sido, son, habrán de ser.

La escritura de este libro se ha nutrido de referencias que el insuficiente lector que me ensaya acercó, desde un tratado sobre demonios y genios comarcales de la Edad Media (Lecouteux; Medievalia/J. de Olañeta, 1999), de un tratado sobre el bestiario medieval (Malaxecheverría, Siruela, 2000) y de un delicioso diccionario ilustrado de monstruos (Izzi; Alejandría/J. de Olañeta, 2000). El escritor, extranjero en mí, buscó su aliento en algunos cuentos de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar; se extravió en la Odisea homérica y, también, naufragó a orillas de la prosa poética de Ramos Sucre, Cadenas, Rimbaud y Vallejo.

Sobre el silencio de la página en blanco –quizás debería decir: de la pantalla encendida y vacía, titilante tras un cursor que nos conmina–, brotaron las voces que pueblan este libro. Voces extranjeras que me han dejado, hecho trizas, extranjero en el silencio; golem mirando al cielo a través de una diminuta claraboya sobre la nada; un ser extraño que busca, afanado y torpe, un lenguaje que nos ilumine el rostro; las palabras que nos refugien y también nos expulsen hacia el otro libro que un día vendrá; resplandor de palabras que podamos escanciar, aunque sea un poco, en el vacío que somos; para darnos alma; encendernos de vida y aliviarnos, con sus misterios, sin presagios de destrucción; sin la amenaza de borrar, de nuestra frente, el aleph.

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«El nombre autoriza el Yo pero no lo justifica», escribió Edmond Jabés en su libro titulado Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato (Galaxia Gutenberg, 2002). ¿Quién es ese Yo que persiste en ser reconocido tal como es, que insiste en hacerse presente en nuestra soledad? «Ser uno mismo es estar solo –escribió también el autor del Libro de la hospitalidad–. Acostumbrarse a esta soledad. Crecer, actuar dentro de sus naturales contradicciones. «Yo» no es el otro. Es «Yo». Ahondar en este «Yo»: es esta la tarea que nos incumbe.»

Sin embargo, hay instantes en el que un «Yo» no se reconoce. No pocos instantes en los que cabe decir: “¿cómo es posible que esté sintiendo, pensando o haciendo, tal o cual cosa?” Momentos en los que nos reconocemos extranjeros de nosotros mismos y deviene, dentro del quién que nos refugia, la imagen del monstruo: ser espectacular que se muestra ante nosotros, ajeno y extraño, con quien o con el cual parece imposible conversación alguna. Es un «aquel que viene hacia nosotros» desde la conciencia de estar ante «aquellos seres» a los que se refiere el monstruo creado por el doctor Frankenstein.

¿Quién es el monstruo ahí, en ese tajo del libro de Shelley?: ¿él, que anhela pertenecer a este mundo?, ¿el doctor, que intenta crear el mundo a su semejanza y a quien el monstruo obliga a escucharle?, ¿o «aquellos seres» que en la cabaña se aman a través del lenguaje?

La primera persona en un monstruo es nadie. La segunda persona siempre será acusada de ser espejo y contradicción; angustia de soledad; creador y reunión a la vez. La tercera persona es «el otro» que siempre vemos desde lejos, desde buen resguardo. Es presencia permanente, acechante, amenazante, provenida y con quien, qué duda cabe, no es posible aviar intimidad, según Pessoa. El monstruo es siempre un «él», una «ella» o un «ellos», impronunciable, temido. Aquél de quien sólo se puede hablar en ausencia, hecho lejura; porque su presencia, para bien o para mal, nos aniquila.

Si bien estas páginas nacen de una mirada reflexiva, cuestionadora y detractora del «Yo» que cualquiera de nosotros puede ser, se complementa cuando en medio de un mundo reconoce el monstruo de «los otros yo» que son y se refleja en ellos, o ve el reflejo de ellos en sí. «Yo soy» el monstruo que todos, alrededor de ti o de mí, han sido, son, habrán de ser.

La escritura de este libro se ha nutrido de referencias que el insuficiente lector que me ensaya acercó, desde un tratado sobre demonios y genios comarcales de la Edad Media (Lecouteux; Medievalia/J. de Olañeta, 1999), de un tratado sobre el bestiario medieval (Malaxecheverría, Siruela, 2000) y de un delicioso diccionario ilustrado de monstruos (Izzi; Alejandría/J. de Olañeta, 2000). El escritor, extranjero en mí, buscó su aliento en algunos cuentos de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar; se extravió en la Odisea homérica y, también, naufragó a orillas de la prosa poética de Ramos Sucre, Cadenas, Rimbaud y Vallejo.

Sobre el silencio de la página en blanco –quizás debería decir: de la pantalla encendida y vacía, titilante tras un cursor que nos conmina–, brotaron las voces que pueblan este libro. Voces extranjeras que me han dejado, hecho trizas, extranjero en el silencio; golem mirando al cielo a través de una diminuta claraboya sobre la nada; un ser extraño que busca, afanado y torpe, un lenguaje que nos ilumine el rostro; las palabras que nos refugien y también nos expulsen hacia el otro libro que un día vendrá; resplandor de palabras que podamos escanciar, aunque sea un poco, en el vacío que somos; para darnos alma; encendernos de vida y aliviarnos, con sus misterios, sin presagios de destrucción; sin la amenaza de borrar, de nuestra frente, el aleph.

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