Mario tenía encendidos los pómulos y el resto de la cara bien pálido: la mano le temblaba al llevarse la cucharilla a la boca: la garganta se resistía a dar paso al café, que tragaba apresuradamente y sin gustarlo. Sus ojos se volvían frecuentemente hacia una de las próximas mesas donde una familia compuesta de padre, madre y dos niñas de veinte a veinticuatro abriles tomaban igualmente café. Los papás leían los periódicos; las niñas escuchaban distraídas las notas prolongadas, quejumbrosas, del violín. El violín se quejaba bien amargamente aquella noche; ya sabremos por qué. El vasto salón del café estaba poblado de sus habituales parroquianos. Eran, por regla general, modestos empleados que por el módico precio de la taza de café se regalaban con sus familias toda la noche escuchando al piano y al violín todas las sinfonías y todos los nocturnos habidos y por haber, conversaban, leían los periódicos y se daban tono de personas pudientes. Había también estudiantes, militares subalternos, comerciantes de escasa categoría y artesanos de mucha. Los domingos, la clase de horteras aportaba un contingente considerable. De todas las calles céntricas de Madrid, la única que conserva cierta tranquilidad burguesa que le da aspecto honrado y amable es la calle Mayor. Entrando por ella vienen a la memoria nuestras costumbres patriarcales de principios del siglo, la malicia inocente de nuestros padres, los fogosos doceañistas, la Fontana de Oro, y se extraña no ver a la izquierda las famosas gradas de San Felipe. El café del Siglo, situado hacia el promedio de esta calle, participa del mismo carácter burgués, ofrece igual aspecto apacible y honrado. Hasta la hora presente no se han dado cita allí las bellezas libres y nocturnas que invadieron sucesivamente a temporadas muchos otros establecimientos de la capital. Ni a primera ni a última hora de la noche reina allí Príapo, numen impuro, sino su hermano Himeneo, protector de los castos afectos. Cualquiera podría observar que una de las niñas, la más llena de carnes y redondita, pagaba algunas, no todas, de las miradas que Mario enfilaba en aquella dirección. Cuando esto acaecía, la joven sonreía leve y plácidamente mientras aquél hacía una mueca singular que nada tenía de sonrisa, aunque pretendía serlo. Mario era un joven delgado, no muy correcto de facciones, los labios y la nariz grandes, los ojos pequeños y vivos, el cabello negro, crespo y ondeado, la tez morena. Una frente alta y despejada era lo único que prestaba atractivo y ennoblecía singularmente aquel rostro vulgar. No sólo miraba con más recelo que entusiasmo hacia la niña de la mesa inmediata; también dirigía sus ojos asustados hacia la puerta de cristales que se abría y cerraba a cada momento para dejar paso a los tertulios. El chirrido del resorte le producía vivos estremecimientos
Mario tenía encendidos los pómulos y el resto de la cara bien pálido: la mano le temblaba al llevarse la cucharilla a la boca: la garganta se resistía a dar paso al café, que tragaba apresuradamente y sin gustarlo. Sus ojos se volvían frecuentemente hacia una de las próximas mesas donde una familia compuesta de padre, madre y dos niñas de veinte a veinticuatro abriles tomaban igualmente café. Los papás leían los periódicos; las niñas escuchaban distraídas las notas prolongadas, quejumbrosas, del violín. El violín se quejaba bien amargamente aquella noche; ya sabremos por qué. El vasto salón del café estaba poblado de sus habituales parroquianos. Eran, por regla general, modestos empleados que por el módico precio de la taza de café se regalaban con sus familias toda la noche escuchando al piano y al violín todas las sinfonías y todos los nocturnos habidos y por haber, conversaban, leían los periódicos y se daban tono de personas pudientes. Había también estudiantes, militares subalternos, comerciantes de escasa categoría y artesanos de mucha. Los domingos, la clase de horteras aportaba un contingente considerable. De todas las calles céntricas de Madrid, la única que conserva cierta tranquilidad burguesa que le da aspecto honrado y amable es la calle Mayor. Entrando por ella vienen a la memoria nuestras costumbres patriarcales de principios del siglo, la malicia inocente de nuestros padres, los fogosos doceañistas, la Fontana de Oro, y se extraña no ver a la izquierda las famosas gradas de San Felipe. El café del Siglo, situado hacia el promedio de esta calle, participa del mismo carácter burgués, ofrece igual aspecto apacible y honrado. Hasta la hora presente no se han dado cita allí las bellezas libres y nocturnas que invadieron sucesivamente a temporadas muchos otros establecimientos de la capital. Ni a primera ni a última hora de la noche reina allí Príapo, numen impuro, sino su hermano Himeneo, protector de los castos afectos. Cualquiera podría observar que una de las niñas, la más llena de carnes y redondita, pagaba algunas, no todas, de las miradas que Mario enfilaba en aquella dirección. Cuando esto acaecía, la joven sonreía leve y plácidamente mientras aquél hacía una mueca singular que nada tenía de sonrisa, aunque pretendía serlo. Mario era un joven delgado, no muy correcto de facciones, los labios y la nariz grandes, los ojos pequeños y vivos, el cabello negro, crespo y ondeado, la tez morena. Una frente alta y despejada era lo único que prestaba atractivo y ennoblecía singularmente aquel rostro vulgar. No sólo miraba con más recelo que entusiasmo hacia la niña de la mesa inmediata; también dirigía sus ojos asustados hacia la puerta de cristales que se abría y cerraba a cada momento para dejar paso a los tertulios. El chirrido del resorte le producía vivos estremecimientos