Author: | J. K. Vélez, Myconos Kitomher | ISBN: | 1230000303323 |
Publisher: | Nuevos Autores | Publication: | February 21, 2015 |
Imprint: | Language: | Spanish |
Author: | J. K. Vélez, Myconos Kitomher |
ISBN: | 1230000303323 |
Publisher: | Nuevos Autores |
Publication: | February 21, 2015 |
Imprint: | |
Language: | Spanish |
Consigue estos dos ebooks a un precio fantástico.
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Las reglas del juego: Una aventura de aceitunas asesinas
por Myconos Kitomher
Susan, una mujer atrapada en un juego macabro con su grupo de nuevas amigas, se verá obligada a enfrentarse a ellas para salvar la vida de su marido y de sus dos hijos.
Fragmento:
—No sé lo que es, pero Isobel tiene uno. Se lo vi el pasado viernes, durante la partida. Le caminaba por debajo de la piel, le bajaba por el cuello.
—¿Y no dijiste nada?
—Me pareció divertido. Supongo que no estaba en mis cabales.
—¿Y ahora lo estás?
—¡Ahora lo tengo dentro! ¡No es lo mismo, joder!
—A ver, no te muevas. Déjame que lo mire otra vez. Quizá hayan sido imaginaciones mías.
Susan volvió a apartarle el pelo, pero esta vez le metió el cañón de la pistola en el costado.
—No te muevas si quieres conservar las tripas dentro.
—Qué agradable te has vuelto.
—Culpa vuestra.
El bulto había desaparecido. Susan estaba por creer que se lo había imaginado cuando volvió a localizarlo, en medio del cuello. Muy despacio, sin creer que aquello pudiera estar sucediendo realmente, pero consciente de que no soñaba, acercó un dedo al extraño bulto. Era más bien alargado, más o menos del tamaño de una canica, pero con la forma de un melón. Cuando Susan lo palpó con el dedo índice, la cosa echó a correr cuello abajo, abultando la piel a su paso.
—Dios Santo...
—¿Qué pasa?
—Madre mía...
—¡Susan!
—¿No lo sientes? Te… te está bajando.
—¡No siento nada de nada! ¡Déjame parar, no puedo conducir así!
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Un Comienzo para un Final
J. K. Vélez
Un viaje que comienza como tantos otros en un tren y que puede ser el principio de la locura o, quizá, de una nueva e inesperada vida.
Fragmentos:
(1) Todo empezó hace tres meses.
Conozco a Esteban desde hace muchos años. Puedo decir que no creo que haya quien lo conozca mejor que yo. Cuando Esteban está deprimido, yo lo sé. Cuando Esteban está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé. Cuando Esteban está exultante, para que no se note que está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé. Hasta cuando Esteban está espléndido para que se me pase por alto que está exultante para que no se note que está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé.
Por eso, cuando entró en la redacción aquella mañana de Junio, saludando efusivamente, sonriendo a todo el mundo, amigos, enemigos y simpatizantes, convertido su andar en una danza... (1)
(2) Mi vida cambió a raíz de un encuentro con un desconocido. Estas cosas solo ocurren en el tren, y no sé muy bien el motivo. Quiero decir, que si en lugar de encontrarnos en un tren, hubiésemos tropezado en un autobús, coincidido en el metro, conocido en un avión o mareado en un barco, quizá el efecto provocado en mí y en mi vida hubiera sido menor.
Pero fue en un tren, y además en uno de esos chapados a la antigua.
Supongo que ese halo de misterio, de estar enclavados en el pasado, que se respiraba en la estación, o el revisor vestido de negro, con gorro y mostacho, fueron suficiente para condicionarme. El tren me sugestionó. Podría ser el título para un próximo artículo.
O mejor no.
Por si esto fuera poco, hacía escasamente dos días había visto un corto en Versión Española sobre un tren y tres desconocidos, y lo cierto es que cuando entré en mi compartimento (al principio vacío) casi deseaba un encuentro similar. Me apetecía hablar, y conforme pasaban los minutos me iba impacientando un poco más, deseando que entrara cualquiera para empezar a contarle mi vida a la primera de cambio. Así que quizá yo mismo preparé el terreno.
No tuve que esperar demasiado... (2)
(3) Sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón, que le quedaba divinamente, todo sea dicho, cogió una bolsa de papas y me pidió con esa voz suya tan especial que le cobrara.
Le tiqué solo el café, y cuando iba a darle la cuenta, lo vi con la boca abierta, como si no pudiera creer lo que estaba viendo.
– ¿Qué le pasa? ¿Le falta algo?
– ¡Me ha robado! ¡El muy hijo de puta me ha robado!
– No se preocupe si no puede pagarme ahora. No se lo tendré en cuenta. Por toda respuesta sacó un billete y me pagó.
– No me ha quitado el efectivo. Pero se ha llevado las tarjetas de crédito, la de la seguridad social y el D.N.I. –siguió revolviendo la cartera. – El carné de conducir... Mi carné de socio del Valencia, la tarjeta del videoclub...
– ¿Y el dinero en efectivo no?
– No, ya se lo he dicho. Y llevo bastante, porque leí en la página sobre Calma que era mejor pagar en
efectivo.
– Muchas de las tiendas no aceptan tarjetas de crédito. Pues qué raro ¿no?
Y entonces, Gabriel, el hombre más guapo que había visto en mucho tiempo, miró hacia el techo de mi bar, como si hubiese contemplado el rostro de Cristo, y hubiese visto la luz. Y dijo:
– Se ha llevado mi nombre.
– ¿Cómo dice?
– Todo lo que se ha llevado llevaba impreso mi nombre. Ahora ya no tengo... nombre... (3)
(4) Hoy es la primera vez que veo salir al señor Gabriel de la habitación que ha alquilado en mi hostal. Qué tipo más extraño. Me pregunto qué llevaba en esa birria de maleta con la que llegó. Armas. Seguro. Una metralleta, a cachos. Una Uzi. Sí... Una Uzi de diseño redondeado, de acero estampado. Con mecanismo de acerrojamiento y apertura por inercia de masas. O sobres con Ántrax. O quizá un cadáver. Bueno, ahí no cabría entero, pero igual están los menudillos. (4)
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Las reglas del juego: Una aventura de aceitunas asesinas
por Myconos Kitomher
Susan, una mujer atrapada en un juego macabro con su grupo de nuevas amigas, se verá obligada a enfrentarse a ellas para salvar la vida de su marido y de sus dos hijos.
Fragmento:
—No sé lo que es, pero Isobel tiene uno. Se lo vi el pasado viernes, durante la partida. Le caminaba por debajo de la piel, le bajaba por el cuello.
—¿Y no dijiste nada?
—Me pareció divertido. Supongo que no estaba en mis cabales.
—¿Y ahora lo estás?
—¡Ahora lo tengo dentro! ¡No es lo mismo, joder!
—A ver, no te muevas. Déjame que lo mire otra vez. Quizá hayan sido imaginaciones mías.
Susan volvió a apartarle el pelo, pero esta vez le metió el cañón de la pistola en el costado.
—No te muevas si quieres conservar las tripas dentro.
—Qué agradable te has vuelto.
—Culpa vuestra.
El bulto había desaparecido. Susan estaba por creer que se lo había imaginado cuando volvió a localizarlo, en medio del cuello. Muy despacio, sin creer que aquello pudiera estar sucediendo realmente, pero consciente de que no soñaba, acercó un dedo al extraño bulto. Era más bien alargado, más o menos del tamaño de una canica, pero con la forma de un melón. Cuando Susan lo palpó con el dedo índice, la cosa echó a correr cuello abajo, abultando la piel a su paso.
—Dios Santo...
—¿Qué pasa?
—Madre mía...
—¡Susan!
—¿No lo sientes? Te… te está bajando.
—¡No siento nada de nada! ¡Déjame parar, no puedo conducir así!
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Un Comienzo para un Final
J. K. Vélez
Un viaje que comienza como tantos otros en un tren y que puede ser el principio de la locura o, quizá, de una nueva e inesperada vida.
Fragmentos:
(1) Todo empezó hace tres meses.
Conozco a Esteban desde hace muchos años. Puedo decir que no creo que haya quien lo conozca mejor que yo. Cuando Esteban está deprimido, yo lo sé. Cuando Esteban está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé. Cuando Esteban está exultante, para que no se note que está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé. Hasta cuando Esteban está espléndido para que se me pase por alto que está exultante para que no se note que está fingiendo estar estupendamente para que yo no sepa que está deprimido, yo lo sé.
Por eso, cuando entró en la redacción aquella mañana de Junio, saludando efusivamente, sonriendo a todo el mundo, amigos, enemigos y simpatizantes, convertido su andar en una danza... (1)
(2) Mi vida cambió a raíz de un encuentro con un desconocido. Estas cosas solo ocurren en el tren, y no sé muy bien el motivo. Quiero decir, que si en lugar de encontrarnos en un tren, hubiésemos tropezado en un autobús, coincidido en el metro, conocido en un avión o mareado en un barco, quizá el efecto provocado en mí y en mi vida hubiera sido menor.
Pero fue en un tren, y además en uno de esos chapados a la antigua.
Supongo que ese halo de misterio, de estar enclavados en el pasado, que se respiraba en la estación, o el revisor vestido de negro, con gorro y mostacho, fueron suficiente para condicionarme. El tren me sugestionó. Podría ser el título para un próximo artículo.
O mejor no.
Por si esto fuera poco, hacía escasamente dos días había visto un corto en Versión Española sobre un tren y tres desconocidos, y lo cierto es que cuando entré en mi compartimento (al principio vacío) casi deseaba un encuentro similar. Me apetecía hablar, y conforme pasaban los minutos me iba impacientando un poco más, deseando que entrara cualquiera para empezar a contarle mi vida a la primera de cambio. Así que quizá yo mismo preparé el terreno.
No tuve que esperar demasiado... (2)
(3) Sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón, que le quedaba divinamente, todo sea dicho, cogió una bolsa de papas y me pidió con esa voz suya tan especial que le cobrara.
Le tiqué solo el café, y cuando iba a darle la cuenta, lo vi con la boca abierta, como si no pudiera creer lo que estaba viendo.
– ¿Qué le pasa? ¿Le falta algo?
– ¡Me ha robado! ¡El muy hijo de puta me ha robado!
– No se preocupe si no puede pagarme ahora. No se lo tendré en cuenta. Por toda respuesta sacó un billete y me pagó.
– No me ha quitado el efectivo. Pero se ha llevado las tarjetas de crédito, la de la seguridad social y el D.N.I. –siguió revolviendo la cartera. – El carné de conducir... Mi carné de socio del Valencia, la tarjeta del videoclub...
– ¿Y el dinero en efectivo no?
– No, ya se lo he dicho. Y llevo bastante, porque leí en la página sobre Calma que era mejor pagar en
efectivo.
– Muchas de las tiendas no aceptan tarjetas de crédito. Pues qué raro ¿no?
Y entonces, Gabriel, el hombre más guapo que había visto en mucho tiempo, miró hacia el techo de mi bar, como si hubiese contemplado el rostro de Cristo, y hubiese visto la luz. Y dijo:
– Se ha llevado mi nombre.
– ¿Cómo dice?
– Todo lo que se ha llevado llevaba impreso mi nombre. Ahora ya no tengo... nombre... (3)
(4) Hoy es la primera vez que veo salir al señor Gabriel de la habitación que ha alquilado en mi hostal. Qué tipo más extraño. Me pregunto qué llevaba en esa birria de maleta con la que llegó. Armas. Seguro. Una metralleta, a cachos. Una Uzi. Sí... Una Uzi de diseño redondeado, de acero estampado. Con mecanismo de acerrojamiento y apertura por inercia de masas. O sobres con Ántrax. O quizá un cadáver. Bueno, ahí no cabría entero, pero igual están los menudillos. (4)